A Fulanez lo acaba de favorecer con altas cifras el rating, poderoso dios de la televisión. Como el que tiene alto rating, es decir, más audiencia, puede convertirse de la noche a la mañana en genio, no es de sorprenderse que a Fulanez lo llamen a la presidencia del Canal y lo inviten a cenar en el restaurante más caro de la ciudad. Todos los ejecutivos lo felicitan y lo tratan como gran persona. El presidente le dirige la palabra:
—Dígame, Fulanez, ¿cómo están su esposa y sus hijos?
—Perdone, señor, pero yo soy soltero.
Los ejecutivos se ríen y dicen:
—¡Qué gracioso! Este Fulanez, ¡siempre el mismo!
Terminada la celebración, Fulanez se dirige a su casa para festejar el logro con toda la familia. No bien ha comenzado cuando el presidente recibe la terrible noticia de que los números del dios rating se los dieron invertidos. ¡Fulanez, en vez de subir, había bajado!
—¡Echen a Fulanez por inservible! —ordena el presidente.
Fulanez recibe el urgente telegrama, lo lee, cae fulminado de un ataque cardíaco y va a parar en la unidad de cuidados intensivos del hospital. El presidente se entera y dice imperturbable:
—¡Qué mala suerte tiene este muchacho Fulanez!
Pero luego recibe un fax de Europa en el que le informan que se ha hecho acreedor al premio más alto que otorgan los periodistas y críticos, gracias a la actuación de Fulanez en representación de dicho Canal.
—¡Los voy a echar a todos! —grita enojado—. ¿Quién fue el imbécil que dio la orden de echar a Fulanez?
—¡Usted, señor! —le responden todos al unísono.
—¡Rápido! —ordena el presidente—. Hagan un nuevo contrato y vamos al hospital. ¡Hay que salvar a Fulanez! ¡Ese muchacho es un genio!1
Así ameniza Jorge Porcel su evaluación del rating en su autobiografía titulada Risas, aplausos y lágrimas. Lo cierto es que, en calidad de artista de televisión, conoce bastante bien al tal dios rating que critica. Pero el argentino Porcel también llegó a conocer al único Dios verdadero, el Dios invariable. Según el apóstol Santiago, Dios «no cambia como los astros ni se mueve como las sombras».2 A Él no lo impresionamos con nuestros logros sino con la fidelidad y la constancia. Cuando lo representamos fielmente, no importa que otros no nos aprecien, porque Él nos señala y dice con orgullo: «¡Ese es mi hijo!» Y nos vitorea: «¡Buena esa, hijo mío!»
Más vale que en vez de buscar la aprobación de los hombres, busquemos la aprobación de Dios.3 Así, tanto en la cumbre del éxito como en el valle del fracaso, podremos contar con un Jefe que nos conoce a fondo4 y sin embargo siempre saca la cara por nosotros. Y por si eso fuera poco, ya tiene planes para otorgarnos el premio más alto que jamás pueda recibir un ser humano.5
1 Jorge Porcel, Risas, aplausos y lágrimas (EE.UU.: Editorial Caribe, 1998), pp. 99-101.
2 Stg 1:17
3 Gá 1:10
4 Mt 10:30; Lc 12:7
5 Mt 5:12; Jn 14:2-3
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