jueves, 22 de noviembre de 2012

ETERNA GRATITUD A DIOS POR EL REGALO DE LA SALVACIÓN

LA GRATITUD DE JUAN SEPP
por Carlos Rey

Juan Sepp era un personaje popular en San Francisco, California. Todos los días se la pasaba en el Parque Álamo alimentando las palomas. Cada semana compraba hasta doscientos kilogramos de alimentos para aves, gastando en esas compras una cuarta parte de su sueldo mensual.
¿Cuál era la razón del cariño que sentía por las palomas? La respuesta se encuentra en la historia de su vida, que a Juan le gustaba contar, con lujo de detalle, a cualquiera que mostrara interés. «Durante la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918, fui piloto en el ejército ruso —contaba Juan—. Un día de combate, un piloto alemán acribilló mi avión, por lo que cayó sobre el bosque de Austorvi, en la frontera germano-polaca. Me hirieron, y durante dieciocho largos días quedé indefenso en el bosque, necesitando ayuda. En el lugar en que me derribaron, marqué día tras día mi posición en un papel, lo até a la pata de una de las palomas que llevaba en el avión, y solté la paloma.
»Cada día de esa larga odisea —sigue contando Juan—, una paloma mensajera salía volando desde el sitio donde yo estaba herido hasta el cuartel general. Los oficiales del cuartel la enviaban de vuelta con cubitos de alimento concentrado. Cuando al fin llegó la patrulla de salvamento, elevé una oración de gratitud al cielo, y prometí solemnemente alimentar durante el resto de mi vida a cualquier paloma mensajera que tuviera hambre.»
Cuando terminó la guerra, Juan Sepp emigró a los Estados Unidos. En San Francisco, se ganó la vida lavando ventanas y, cumpliendo la promesa que le había hecho a Dios, de ahí en adelante empleó gran parte de su sueldo comprando granos para alimentar a las palomas.
Si una persona como Juan, inspirada por la gratitud que siente a raíz de habérsele salvado la vida, tuvo a bien comprar, durante cincuenta años de su vida, maíz para dar de comer a unas aves, ¿qué ha de esperar Dios de cada uno de nosotros como señal de gratitud por la vida abundante y eterna que nos ha dado?
Es lamentable que a muchas personas una de las cosas que más les cuesta hacer es dar gracias en público. Para colmo de males, les cuesta más trabajo aún agradecerle a Dios la salvación.
En cierta ocasión, Jesucristo sanó a diez hombres enfermos de lepra, y uno solo de ellos volvió para darle las gracias.1¿Quién lo hubiera pensado? Más vale que no seamos ninguno de nosotros como uno de los nueve ingratos. Aceptemos la vida eterna gratuita que nos ofrece Cristo, pero a diferencia de esos nueve desagradecidos, y con el espíritu de Juan Sepp, demos gracias al Señor desde lo más profundo de nuestro corazón, respaldando nuestras palabras con nuestros hechos.

1Lc 17:11-19

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Confesión y Acción de Graias
...y en tu mucho bien que les diste…, ellos, no te sirvieron. Nehemías 9:35
Durante un servicio de adoración un domingo, el pastor de nuestra congregación después del mensaje nos invitó a hacer voluntariamente la siguiente oración de confesión, «Dios de Gracia, al igual que muchos creyentes que nos precedieron:
- Nos quejamos cuando las cosas no salen como deseamos.
- Nos quejamos por nuestra situación económica, posición laboral y muchas veces no nos gusta el lugar que ocupamos en la iglesia o ministerio.
- Queremos abundancia de todo para sustentarnos, más allá de lo suficiente.
- Preferiríamos estar en otro lugar diferente al que nos encontramos en este momento.
- Deseamos tener los dones que les das a otros, en lugar de utilizar aquellos que has provisto para nosotros.
- Preferiríamos que Tú nos sirvieras en vez de servirte nosotros.
Dios nuestro, perdona nuestra falta de gratitud, y queja. Perdónanos porque no somos agradecidos con todo cuanto has provisto en tu Gracia y Bondad. En  Nombre de Cristo. Amen”.
Yo hice esa oración porque me sentí identificado y deseo decirte que ni la abundancia, ni la escasez es garantía de agradecimiento, ni de acción de gracias. Puede ser que en muchos casos, la prosperidad incluso aleje nuestros corazones del Señor.
Un ejemplo que recuerdo es el siguiente, cuando varios exiliados judíos regresaron de Babilonia con Nehemías para reconstruir los muros de Jerusalén, confesaron sus pecados y los de sus padres. Oraron: “Nuestros reyes, nuestros príncipes, nuestros sacerdotes y nuestros padres no pusieron por obra tu ley… Y ellos en su reino y en tu mucho bien que les diste, y en la tierra espaciosa y fértil que entregaste delante de ellos, no te sirvieron, ni se convirtieron de sus malas obras” (Nehemías 9:34-35). El profeta Daniel también se identificó con las faltas de su pueblo e hizo una oración de confesión. La confesión es un poderoso preludio a la oración de acción de gracias y la obediencia es el Amén.
Cuan necesario es detenernos en el día, antes de comenzar a trabajar o antes de empezar las tareas cotidianas, para adorar a nuestro Dios y darle gracias. Además examinar el corazón para confesar cualquier pecado, que nos afecta en la relación con Él y con otras personas.
Para el cristiano la acción de Gracias no es cosa de tan sólo un día o un momento, sino debe ser un estilo de vida.

Autor: Editores de Nuestro Pan Diario.
Instituto Bíblico
LA INGRATITUD TAMBIÉN SE NOTA
de nuestro puño y letra
FRUTO DEL RESENTIMIENTO
por Carlos Rey

A un hombre que trabajaba en un aserradero se le trabó la manga de la camisa en la maquinaria de la sierra. Ésta haló la manga hacia la sierra mecánica, y no hubo manera de salvar el brazo.
Cuando lo llevaron de emergencia al hospital, los médicos determinaron que era necesario hacerle una transfusión de sangre. Menos mal que en aquel tiempo las transfusiones se hacían directamente de un cuerpo a otro, y no había tanto peligro de recibir sangre contaminada como el que hay en la actualidad. Una vez que confirmaron el tipo de sangre de la víctima, buscaron a un donante con su mismo tipo de sangre que se ofreciera para hacer la transfusión. Por fin hallaron a un hombre que resultó ser vecino del herido.
El vecino se presentó con buena disposición en el hospital y ofreció su sangre. Pasó mucho tiempo acostado al lado de la víctima mientras la vida fluía de un cuerpo al otro. Durante todo ese tiempo, el herido no dijo nada en absoluto. El vecino que le donaba la sangre esperaba escuchar alguna expresión de gratitud, por sencilla que fuera. Pero sabía que el hombre acostado a su lado estaba muy enfermo, así que pensó que tal vez no pudiera decir nada.
Si bien la víctima perdió el brazo, por lo menos salvó la vida. Pero jamás le expresó ni la más mínima palabra de gratitud a su vecino, que le había salvado la vida al darle su propia sangre.
Pasaron los años, y el benefactor, ya anciano, comenzó a sentir deseos de acercarse a Dios. Mientras oraba de rodillas en el altar de una iglesia, se acordó de aquel vecino que nunca le había agradecido el haberlo salvado con su sangre. El viejo resentimiento le impidió la comunión con Dios. Sintió entonces que Jesucristo mismo le decía: «No olvides que tú mismo pasaste más de cincuenta años sin agradecerme a mí el favor de dar mi sangre por tu salvación. Si yo abrigara el resentimiento que te consume a ti, no podría darte paz, pues no la tendría yo mismo, ya que ninguno puede dar lo que no tiene. Pero yo no abrigo ningún resentimiento contra ti, a pesar de que no me tuviste en cuenta durante tantos años. Perdona a aquel ingrato y olvida ese viejo resentimiento.»
Reconociendo que más vale tarde que nunca, el vecino siguió el consejo que creyó que venía de Cristo mismo, y perdonó al prójimo por su ingratitud. Valiéndose de la sabiduría que suele acompañar a la vejez, aprendió la lección del divino Maestro, que se puso a su lado para transfundirle su sangre salvadora y darle paz, esa paz perfecta que sólo tienen aquellos que abandonan los resentimientos del pasado. Pues, como dice un refrán: «El hombre astuto, hasta de los males saca buen fruto.»


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