En Venecia hay una estatua reconocida por su belleza artística y sus líneas estéticas. La estatua se esculpió hace muchos siglos, y con el tiempo y el descuido se quebró en más de mil fragmentos.
Un día, un artista con suma paciencia encontró esos fragmentos y comenzó, poco a poco, a unirlos uno con otro. Invirtió muchos años de su vida en la restauración de la imagen quebrada. Cuando al fin terminó, aquello que había sido sólo basura volvió a ser una obra de arte que era objeto de admiración universal.
Si aquel artista en Venecia tuvo a bien dedicar tanto tiempo y trabajar con tanto esmero en la restauración de una imagen tallada inicialmente por otro, con mayor razón Dios, como el Artista por excelencia que es, siempre está dispuesto a invertir tiempo y a laborar con esmero en la restauración de seres humanos que Él mismo ha creado a su imagen. Y más aún cuando se considera que Dios es el único Artista que tiene tanto el interés como la capacidad que se requieren para hacerlo. Porque si bien otros escultores tenían la capacidad para restaurar esa estatua en Venecia y obtener los mismos resultados que el artista que lo hizo, no hay ningún otro Escultor, fuera de Dios, que pueda cambiar el corazón humano. Y si bien el escultor en Venecia estuvo dispuesto a sacrificarse para terminar el trabajo de restauración, invirtiendo muchos años de su vida, Dios, en la persona de su Hijo Jesucristo, no sólo estaba dispuesto a sacrificarse sino que dio su vida misma para terminar su obra de renovación.
Todo lo que hacemos por nuestra cuenta en beneficio propio tal vez produzca cultura o disciplina, pero no transforma nuestro corazón. En cambio, cuando nos ponemos en las manos del Escultor divino y le pedimos que perdone nuestros pecados y arregle así nuestras imperfecciones, algo sucede. Aquellos fragmentos de nuestra vida desilusionada, llena de amargura y de resentimiento, llena de odio y de rencor, y llena de vicios incontrolables, Dios los une y los restaura a su imagen y semejanza. Esa vida antigua nuestra, totalmente perdida, se vuelve nueva por su intervención divina. Y lo mejor de todo es que no hay persona alguna, por más descuidada y quebrada que esté su vida, que Él no pueda restaurar a la obra de arte que era cuando la creó.
Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre esa estatua de Venecia y la vida de cada uno de nosotros. La estatua de Venecia no tenía voluntad propia, mientras que nosotros sí la tenemos. La estatua de Venecia no podía decidir si habría de ser restaurada o no. En cambio, en el caso nuestro somos nosotros los que decidimos si hemos de ser restaurados. Dios está dispuesto a emprender la obra. Él no sólo puede sino que quiere transformar nuestra vida. Él tiene la habilidad, el poder y la voluntad para hacerlo, pero nunca impone su voluntad. La decisión es nuestra.
En Venecia hay una estatua reconocida por su belleza artística y sus líneas estéticas. La estatua se esculpió hace muchos siglos, y con el tiempo y el descuido se quebró en más de mil fragmentos.
Un día, un artista con suma paciencia encontró esos fragmentos y comenzó, poco a poco, a unirlos uno con otro. Invirtió muchos años de su vida en la restauración de la imagen quebrada. Cuando al fin terminó, aquello que había sido sólo basura volvió a ser una obra de arte que era objeto de admiración universal.
Si aquel artista en Venecia tuvo a bien dedicar tanto tiempo y trabajar con tanto esmero en la restauración de una imagen tallada inicialmente por otro, con mayor razón Dios, como el Artista por excelencia que es, siempre está dispuesto a invertir tiempo y a laborar con esmero en la restauración de seres humanos que Él mismo ha creado a su imagen. Y más aún cuando se considera que Dios es el único Artista que tiene tanto el interés como la capacidad que se requieren para hacerlo. Porque si bien otros escultores tenían la capacidad para restaurar esa estatua en Venecia y obtener los mismos resultados que el artista que lo hizo, no hay ningún otro Escultor, fuera de Dios, que pueda cambiar el corazón humano. Y si bien el escultor en Venecia estuvo dispuesto a sacrificarse para terminar el trabajo de restauración, invirtiendo muchos años de su vida, Dios, en la persona de su Hijo Jesucristo, no sólo estaba dispuesto a sacrificarse sino que dio su vida misma para terminar su obra de renovación.
Todo lo que hacemos por nuestra cuenta en beneficio propio tal vez produzca cultura o disciplina, pero no transforma nuestro corazón. En cambio, cuando nos ponemos en las manos del Escultor divino y le pedimos que perdone nuestros pecados y arregle así nuestras imperfecciones, algo sucede. Aquellos fragmentos de nuestra vida desilusionada, llena de amargura y de resentimiento, llena de odio y de rencor, y llena de vicios incontrolables, Dios los une y los restaura a su imagen y semejanza. Esa vida antigua nuestra, totalmente perdida, se vuelve nueva por su intervención divina. Y lo mejor de todo es que no hay persona alguna, por más descuidada y quebrada que esté su vida, que Él no pueda restaurar a la obra de arte que era cuando la creó.
Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre esa estatua de Venecia y la vida de cada uno de nosotros. La estatua de Venecia no tenía voluntad propia, mientras que nosotros sí la tenemos. La estatua de Venecia no podía decidir si habría de ser restaurada o no. En cambio, en el caso nuestro somos nosotros los que decidimos si hemos de ser restaurados. Dios está dispuesto a emprender la obra. Él no sólo puede sino que quiere transformar nuestra vida. Él tiene la habilidad, el poder y la voluntad para hacerlo, pero nunca impone su voluntad. La decisión es nuestra.
En Venecia hay una estatua reconocida por su belleza artística y sus líneas estéticas. La estatua se esculpió hace muchos siglos, y con el tiempo y el descuido se quebró en más de mil fragmentos.
Un día, un artista con suma paciencia encontró esos fragmentos y comenzó, poco a poco, a unirlos uno con otro. Invirtió muchos años de su vida en la restauración de la imagen quebrada. Cuando al fin terminó, aquello que había sido sólo basura volvió a ser una obra de arte que era objeto de admiración universal.
Si aquel artista en Venecia tuvo a bien dedicar tanto tiempo y trabajar con tanto esmero en la restauración de una imagen tallada inicialmente por otro, con mayor razón Dios, como el Artista por excelencia que es, siempre está dispuesto a invertir tiempo y a laborar con esmero en la restauración de seres humanos que Él mismo ha creado a su imagen. Y más aún cuando se considera que Dios es el único Artista que tiene tanto el interés como la capacidad que se requieren para hacerlo. Porque si bien otros escultores tenían la capacidad para restaurar esa estatua en Venecia y obtener los mismos resultados que el artista que lo hizo, no hay ningún otro Escultor, fuera de Dios, que pueda cambiar el corazón humano. Y si bien el escultor en Venecia estuvo dispuesto a sacrificarse para terminar el trabajo de restauración, invirtiendo muchos años de su vida, Dios, en la persona de su Hijo Jesucristo, no sólo estaba dispuesto a sacrificarse sino que dio su vida misma para terminar su obra de renovación.
Todo lo que hacemos por nuestra cuenta en beneficio propio tal vez produzca cultura o disciplina, pero no transforma nuestro corazón. En cambio, cuando nos ponemos en las manos del Escultor divino y le pedimos que perdone nuestros pecados y arregle así nuestras imperfecciones, algo sucede. Aquellos fragmentos de nuestra vida desilusionada, llena de amargura y de resentimiento, llena de odio y de rencor, y llena de vicios incontrolables, Dios los une y los restaura a su imagen y semejanza. Esa vida antigua nuestra, totalmente perdida, se vuelve nueva por su intervención divina. Y lo mejor de todo es que no hay persona alguna, por más descuidada y quebrada que esté su vida, que Él no pueda restaurar a la obra de arte que era cuando la creó.
Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre esa estatua de Venecia y la vida de cada uno de nosotros. La estatua de Venecia no tenía voluntad propia, mientras que nosotros sí la tenemos. La estatua de Venecia no podía decidir si habría de ser restaurada o no. En cambio, en el caso nuestro somos nosotros los que decidimos si hemos de ser restaurados. Dios está dispuesto a emprender la obra. Él no sólo puede sino que quiere transformar nuestra vida. Él tiene la habilidad, el poder y la voluntad para hacerlo, pero nunca impone su voluntad. La decisión es nuestra.
En Venecia hay una estatua reconocida por su belleza artística y sus líneas estéticas. La estatua se esculpió hace muchos siglos, y con el tiempo y el descuido se quebró en más de mil fragmentos.
Un día, un artista con suma paciencia encontró esos fragmentos y comenzó, poco a poco, a unirlos uno con otro. Invirtió muchos años de su vida en la restauración de la imagen quebrada. Cuando al fin terminó, aquello que había sido sólo basura volvió a ser una obra de arte que era objeto de admiración universal.
Si aquel artista en Venecia tuvo a bien dedicar tanto tiempo y trabajar con tanto esmero en la restauración de una imagen tallada inicialmente por otro, con mayor razón Dios, como el Artista por excelencia que es, siempre está dispuesto a invertir tiempo y a laborar con esmero en la restauración de seres humanos que Él mismo ha creado a su imagen. Y más aún cuando se considera que Dios es el único Artista que tiene tanto el interés como la capacidad que se requieren para hacerlo. Porque si bien otros escultores tenían la capacidad para restaurar esa estatua en Venecia y obtener los mismos resultados que el artista que lo hizo, no hay ningún otro Escultor, fuera de Dios, que pueda cambiar el corazón humano. Y si bien el escultor en Venecia estuvo dispuesto a sacrificarse para terminar el trabajo de restauración, invirtiendo muchos años de su vida, Dios, en la persona de su Hijo Jesucristo, no sólo estaba dispuesto a sacrificarse sino que dio su vida misma para terminar su obra de renovación.
Todo lo que hacemos por nuestra cuenta en beneficio propio tal vez produzca cultura o disciplina, pero no transforma nuestro corazón. En cambio, cuando nos ponemos en las manos del Escultor divino y le pedimos que perdone nuestros pecados y arregle así nuestras imperfecciones, algo sucede. Aquellos fragmentos de nuestra vida desilusionada, llena de amargura y de resentimiento, llena de odio y de rencor, y llena de vicios incontrolables, Dios los une y los restaura a su imagen y semejanza. Esa vida antigua nuestra, totalmente perdida, se vuelve nueva por su intervención divina. Y lo mejor de todo es que no hay persona alguna, por más descuidada y quebrada que esté su vida, que Él no pueda restaurar a la obra de arte que era cuando la creó.
Ahora bien, hay una diferencia fundamental entre esa estatua de Venecia y la vida de cada uno de nosotros. La estatua de Venecia no tenía voluntad propia, mientras que nosotros sí la tenemos. La estatua de Venecia no podía decidir si habría de ser restaurada o no. En cambio, en el caso nuestro somos nosotros los que decidimos si hemos de ser restaurados. Dios está dispuesto a emprender la obra. Él no sólo puede sino que quiere transformar nuestra vida. Él tiene la habilidad, el poder y la voluntad para hacerlo, pero nunca impone su voluntad. La decisión es nuestra.
UN AMOR INCONDICIONAL Y UNA PAZ DURARERA ES LO QUE DIOS NOS OFRECE:
Gracia, misericordia y paz
Bendice...a Jehová...El que te corona de favores y misericordias. —Salmo 103:1,4
Las palabras gracia y paz se encuentran en todos los saludos de Pablo en sus cartas del Nuevo Testamento a las iglesias. Además, en las epístolas a Timoteo y a Tito, también incluye la misericordia: «Gracias, misericordia y paz, de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Señor» (2 Timoteo 1:2). Examinemos cada uno de estos términos.
Gracia es lo que nuestro Dios Santo concede y que nosotros, por ser pecadores, no merecemos. Hechos 17:25 nos enseña que «él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas». Sus dádivas incluyen hasta nuestra próxima respiración. Aun en nuestra hora más oscura, Dios nos da fuerzas para que podamos soportar.
Misericordia es lo que el Señor retiene, pero que sí merecemos. Lamentaciones 3:22 dice: «Por la misericordia de Jehová no hemos sido consumidos». Incluso cuando nos desviamos, Dios nos da tiempo y nos ayuda a regresar a Él.
Paz es lo que Dios concede a Su pueblo. Jesús dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da» (Juan 14:27). Aun en los peores momentos, tenemos tranquilidad interior porque nuestro Dios tiene el control. Podemos cobrar ánimo al saber que, a lo largo de nuestra vida, el Señor nos dará la gracia, la misericordia y la paz que necesitamos para vivir para Él.
La Gracia de Dios es inconmensurable; Su Misericordia, inagotable; Su Paz, inenarrable.
Autor: Editores "Nuestro Pan Diario".
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