miércoles, 6 de julio de 2011

LAS SEMILLAS DE LIBERTAD

Las semillas de libertad
Cómo la sangre de los mártires trajo verdadera libertad a la antigua Roma


por James Cain

Patrick Henry es recordado por siete palabras: “¡Dadme la libertad o dadme la muerte!” Esa famosa frase, dichas en víspera de la revolución americana, en 1775, inspiró a sus compatriotas a tomar las armas para defender sus derechos dados por Dios.

La historia ofrece innumerables ejemplos de personas como Henry que arriesgaron voluntariamente sus vidas, luchando para dar libertad a otros. Pero la iglesia se ha construido sobre el sacrificio de héroes de otra clase: de quienes lucharon por la libertad, decidiendo morir, mediante la pacífica entrega de sus vidas, más poderosas que cualquier arma terrenal. Nosotros los llamamos mártires, que proviene de la palabra griega que significa “testigo”.

Miles de cristianos fueron martirizados durante el reinado de catorce años de Nerón en el Imperio Romano (54-68 d.C.). En una ocasión, este emperador condujo a miles de cristianos hasta el circo, donde animales salvajes —leones, tigres, leopardos y perros— mataron a centenares antes de que perdieran el interés por haber saciado ya su hambre. Para sorpresa de la multitud, los cristianos restantes esperaban en tranquila oración, sin llorar, sin pedir clemencia, y sin arrepentirse de sus presuntos delitos, como se esperaba. El público clamaba por más sangre, por lo que Nerón concibió una crucifixión en masa, ordenando a esclavos que llenaran el Coliseo de cruces.

Mientras los esclavos trabajaban para cumplir la orden del emperador, la sangrienta persecución seguía en Roma. Los soldados buscaban y arrestaban a líderes cristianos. Algunos creyentes nunca lograron llegar a la prisión, porque fueron destrozados por turbas de romanos enfurecidos.

Cuando el día de la crucifixión llegó, Nerón y las hordas que llenaban el Coliseo esperaban el rápido arrepentimiento de los cristianos. Nerón quería que lo adoraran como dios, y que renunciaran a su fe en Jesús, pero ellos permanecieron en silencio. Cuando el emperador finalmente habló, les dio una opción que era una reminiscencia de las palabras de Deuteronomio 30.19: “A los cielos y a la tierra llamo por testigos hoy contra vosotros, que os he puesto delante la vida y la muerte… escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia”. Nerón —un dios a sus propios ojos— ofrecía “vida y felicidad” por la traición de ellos a Cristo, y la muerte por su fidelidad al Salvador.

Los cristianos comprendían que la vida que vendría de la mano de Nerón sería la muerte, pero esa muerte sería el paso a la verdadera vida. Según el libro “Persecuciones cristianas”, de Asa Craig, la tradición dice que un joven tomó sobre sí mismo tanto la responsabilidad de la respuesta a las acusaciones de Nerón, como su rechazo de la oferta. Negó los cargos de blasfemia, pero no pidió clemencia, diciendo que, aunque los cristianos fueron acusados falsamente, su muerte no sería vengada. Que su religión era una religión de amor, paz y verdad, y que ningún tormento físico acabaría con ella. De hecho, aseguró que su muerte y la de sus compañeros le daría vida a Roma, porque sus ciudadanos verían la verdad del evangelio, que era digno de su fe inquebrantable. “Vamos a morir”, dijo al final, “para que Roma pueda vivir”.

Nerón y sus sucesores continuaron persiguiendo a los cristianos, pero la profecía del joven se cumplió. Como escribió Tertuliano: “La sangre de los mártires es la semilla de la iglesia”. Las persecuciones solo ayudaban a difundir el evangelio, hasta que Constantino otorgó la libertad religiosa en el año 313 d.C. bajo el Edicto de Milán.

Nosotros no vivimos como vivieron los primeros cristianos. Ellos vivían y rendían culto a Dios entre judíos y gentiles; un grupo consideraba blasfemos a los cristianos por adorar a Jesús, mientras que el otro los ridiculizaba y perseguía porque adoraban a un solo dios. En un mundo hostil a su fe, estos creyentes mostraron un valor admirable mientras sufrían y morían, dando testimonio de su fe en Cristo.

En su muerte, los primeros mártires imitaban al Salvador, quien “no abrió su boca” (Is 53.7). El Señor sufrió para derrotar la muerte y el infierno, y para mostrar a la humanidad el camino a la vida eterna. Cristo murió para mostrar la misericordia del Padre a la humanidad, expresar palabras de vida a sus enemigos, y acercarnos a Dios. De la misma manera, las acciones de los cristianos hablaban al pueblo romano, cuyos endurecidos corazones estaban llenos de devoción idólatra, y eran insensibles a las simples palabras. Los mártires murieron para dar vida a un mundo que ellos conocían. Debemos imitar su ejemplo, siendo fieles a nuestro testimonio, no importa lo que suceda.

La mayoría de nosotros nunca estaremos delante de un tirano como Nerón, ni ante una siniestra oferta de vida o muerte. Pero sí decidimos cada día si vamos a vivir para nosotros o para los demás. No elegimos simplemente entre la fe y la libertad, pero nuestras decisiones dan testimonio de (o en contra de) nuestras creencias. Al renunciar a nuestras vidas en favor de otros, podemos mostrar lo que Jesús llamó la clase de amor más grande (Jn 15.13). Y nuestro sacrificio puede traer la luz de la vida —el evangelio— a quienes están en las tinieblas.

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