Durante dos años y medio se dio la gran vida. Compró ropa fina en la tienda Harrod's de Londres, una de las más caras del mundo. Cuando voló en avión, lo hizo siempre en primera clase. Visitó todos los lugares turísticos de Europa. Se alojó sólo en hoteles de cinco estrellas y pagó fiestas suntuosas para todos sus amigos.
Sin embargo, a los dos años se le acabó de golpe esa gran vida. Mark Aklon, de dieciocho años de edad, tuvo que rendir cuentas a la justicia por haber hurtado la tarjeta de crédito de su padre, un millonario inglés. Debía a la tarjeta nada menos que setecientos cincuenta mil dólares. Locamente había «vivido de prestado».
Desgraciadamente, el caso de este joven inglés no es único. Tuvo la suerte, o la desgracia, de ser hijo de un padre muy rico y de llevar su mismo nombre. Durante más de dos años vivió a lo rico con amigos y amigas, paseando por casi toda Europa. Hasta que un día todo se le acabó. La tarjeta fue cancelada.
«Vivir de prestado» significa vivir usando algo a lo cual no tenemos derecho. Significa vivir con lo que no nos hemos ganado con nuestro propio esfuerzo o por nuestros propios méritos. Un hombre al cual se le hizo un trasplante de corazón, y vivió ocho años más, dijo: «Estoy viviendo de prestado», y tenía razón. Esos ocho años extras de su vida fueron un préstamo.
La humanidad entera está viviendo de prestado. Vive a crédito. La vida que todos recibimos al nacer no es realmente una vida propia. No somos nosotros mismos autores de ella. Es una vida prestada, que Dios nos presta a cada uno, dándonos con ella voluntad propia. Podemos usarla obedeciendo las leyes divinas u obedeciendo antojos egoístas.
La salud, la inteligencia, la capacidad de trabajo, los días de nuestra vida, todo eso no es realmente nuestro. Es algo que nuestro Creador nos ha prestado, como quien invierte capital en una empresa y espera recibir créditos de la inversión.
Esa es la vida nuestra. Llegará el día cuando nuestro tiempo se acabará y Dios reclamará lo que es suyo. En ese día tendremos que devolver el aliento que Él nos dio. Por eso es importantísimo que ahora, en vida, nos preguntemos: ¿Qué le presentaré entonces a Dios? ¿Una vida pecaminosa, destrozada, contaminada e inútil, o una vida recta, decente, honesta y limpia?
En humilde contrición, digámosle a Cristo que aceptamos su muerte en el Calvario en sustitución por nuestros pecados. Él entonces nos presentará ante su Padre en calidad de personas regeneradas por su sangre preciosa. Esa es la vida que Dios aceptará.
ACUÉRDATE DE LA MUERTE
por Carlos Rey
«Aquí comienza la danza general... la cual trata cómo la muerte [da] aviso a todas las criaturas que [piensan] en la brevedad de su vida y que [no le dan a ella mayor importancia de la que tiene].... [La muerte] llama y requiere a todos... que vengan de su buen grado o contra su voluntad.... Dice así: “Yo soy la muerte cierta a todas criaturas que son y serán [mientras dure el mundo]; demando y digo: ‘¡Oh, hombre!, ¿por qué [te preocupas de vida tan breve que pasa en un momento]?’”»
Así comienza el poema La danza de la muerte del siglo quince, que ilustra de manera sobresaliente uno de los temas que obsesionaba a los poetas de la Edad Media. En las antologías literarias se conoce como memento mori, que quiere decir «acuérdate de la muerte». La danza de la muerte advierte que todos tienen que morir, lo mismo los ricos que los pobres, los de noble cuna y los humildes, párrocos y feligreses, reyes y soldados, todos por igual. Ya que no pueden escapar la muerte, los que han de pasar por ella concluyen que como tenemos que morir «sin otro remedio, con pura conciencia todos trabajemos en servir a Dios..., que Él es el [principio], fin y el medio por [donde] si le place habremos de [divertirnos con muchos], aunque la muerte con danza muy dura nos meta en su corro en cualquier momento.»
Centenares de años antes, el salmista David le había dado a aquellos poetas ejemplo de una plegaria a Dios sobre la muerte, en estos versos:
Hazme saber, Señor...
lo efímero que soy.
Muy breve es la vida que me has dado;
ante ti, mis años no son nada.
Un soplo nada más es el mortal,
un suspiro que se pierde entre las sombras.1
En otro salmo David describe al ser humano en estos términos:
El hombre es como la hierba,
sus días florecen como la flor del campo:
sacudida por el viento,
desaparece sin dejar rastro alguno.2
Según el apóstol Santiago, somos como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece.3
Acordémonos, entonces, de la muerte, no preocupándonos por esta vida tan breve que pasa en un momento sino por la vida después de la muerte. Es cierto que la paga del pecado que cometemos en esta vida es la muerte, pero Dios nos ofrece la vida eterna en Jesucristo, nuestro Señor.4 Basta con que la aceptemos. Sigamos el consejo del poeta medieval: «con pura conciencia todos trabajemos en servir a Dios». Sólo así podremos de veras disfrutar de esa vida eterna.
1Sal 39:4-6
2Sal 103:15-16
3Stg 4:14
4Ro 6:23
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