sábado, 25 de diciembre de 2010

EL PAN DE YUCA

por Carlos Rey

Nadie supo cómo había quedado embarazada la hija del jefe, porque ningún hombre la había tocado. No obstante, comenzó a formarse en su vientre un niño. El desarrollo físico e intelectual del niño, al que llamaron Mani, fue tan asombroso como su nacimiento virginal, pues comenzó a correr y a conversar en cuestión de días. Corrió la noticia y se desató una ola de peregrinajes desde los más remotos rincones de la selva. Todo el mundo quería conocer al prodigioso Mani.

El día de su primer cumpleaños, a pesar de no haber padecido de enfermedad alguna durante todo ese año, dijo: «Voy a morir», y murió. Pasó algún tiempo y una planta desconocida brotó en la tierra donde lo sepultaron. Bajo el cuidado de la madre de Mani que la regaba cada mañana, la planta creció, floreció y fructificó. A los pájaros les encantaba picotearla, porque volaban luego dando tumbos por el aire, aleteando en espirales locas y cantando como nunca.

Un día se abrió la tierra en la que yacía Mani. De allí el jefe arrancó una inmensa raíz carnosa. La ralló con una piedra, del polvo hizo una pasta, la exprimió, encendió un fuego y coció pan para que comieran todos. A esa raíz la nombraron mani oca, que significa «casa de Maní». De ahí viene el vocablo mandioca, que es el nombre que se le da a la yuca en la cuenca amazónica y otros lugares de América.1

¿En qué se parecen ese mito indígena y la historia de la encarnación de Jesucristo? En que tanto el niño Dios como el niño Mani nacen y viven milagrosamente. Pero difieren esencialmente en que el Hijo de Dios muere a los treinta y tres años y resucita como el Pan de vida eterna, mientras que el nieto del jefe muere al año ¡y reencarna como pan de yuca!

Tal vez una de las razones por las que el niño Jesús nació en Belén haya sido que en hebreo Belén significa «casa de pan». Lo cierto es que en su ministerio público Jesucristo se presentó como el pan de vida. A la multitud que lo seguía le dijo: «Yo soy el pan de vida. El que a mí viene nunca pasará hambre..., y... no lo rechazo... Porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la... de [mi Padre] que me envió: que... es que todo el que reconozca al Hijo y crea en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final.»2

Si bien Mani mitológicamente nació, murió y reencarnó para alimentarnos físicamente, Cristo realmente nació, murió y resucitó para alimentarnos espiritualmente. Trabajemos, pues, como nos exhorta Cristo, «no por la comida que es perecedera, sino por la que permanece para vida eterna»,3 que Él mismo quiere darnos. Ésa es la única comida que va acompañada de una póliza de seguro a todo riesgo contra el hambre.
1 Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), p. 35.
2 Jn 6:35,38‑40
3 Jn 6:27

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