«Como los niños eran pequeños y no lograban mantenerse despiertos para la cena, se hizo costumbre que la Navidad no se conmemorara a la medianoche sino durante el almuerzo del día siguiente. Después los niños crecieron, pero seguimos con la costumbre. Y era el día 25 por la mañana cuando llegaban los regalos.
»Como la cena de Navidad era el día 25, yo estaba siempre libre la noche del 24 de diciembre. Pero hace tres o cuatro años tengo un compromiso sagrado para la noche del 24.
»Es que, hablando con una muchacha que no era todavía mi amiga pero que hoy lo es, y muy querida, le pregunté qué iba a hacer la noche de Navidad, con quién la iba a pasar. Ella sencillamente respondió: “Lo que vengo haciendo todos los años: tomo unas píldoras que me hacen dormir 48 horas.” Me sorprendí; asustada, le pregunté por qué. Es que la época de Navidad le resultaba muy dolorosa, pues había perdido a su padre y a su madre, si no me equivoco, cerca de Navidad, y no soportaba pasarla sin ellos. Le hice ver antes el peligro de tales píldoras: podía, en lugar de 48 horas, dormir para siempre.
»Y tuve una idea: desde esa Navidad en adelante, nosotras pasaríamos parte de la noche del 24 juntas, cenando en un restaurante. Nos encontraríamos pasadas las ocho de la noche, y ella vería lo llenos que están los restaurantes con personas que no tienen hogar o ambiente de hogar para pasar la Navidad, y la celebran alegremente en la calle. Después de cenar, ella me dejaría en casa con su auto, e iría a su casa para buscar a su tía e ir a la Misa de Gallo. Quedamos en que cada una pagaría su parte en la cena y que intercambiaríamos regalos: el regalo es la presencia de la una para la otra.
»Pero hubo una Navidad en que mi amiga quebrantó lo convenido y, sabiéndome no religiosa, me regaló un misal. Lo abrí, y en él estaba escrito: “Reza por mí.”
»El año siguiente, en septiembre, fue el incendio en mi habitación. Incendio que me afectó tan gravemente que durante algunos días estuve entre la vida y la muerte. Mi cuarto se quemó por completo: El revoque de las paredes y el techo se cayeron, los muebles quedaron reducidos a polvo, y también los libros.
»No trato ni siquiera de explicar lo que sucedió: Todo se quemó, pero el misal quedó intacto, tan sólo levemente chamuscado en la tapa.»1
Así termina esta crónica de la audaz escritora brasileña Clarice Lispector, una de las tantas que escribió semanalmente para el Jornal do Brasil entre 1967 y 1973. Clarice nació en Ucrania de padres rusos, y ella misma sufrió la pérdida de su madre cuando tenía sólo diez años.2 Sin duda ese es uno de los factores que contribuyó a que se identificara con el dolor emocional de su amiga, a tal grado que decidió crear una tradición con ella: la de cenar juntas cada Nochebuena.
¡Qué bueno sería que siguiéramos el ejemplo de Clarice, que a su manera siguió el ejemplo de Jesucristo, el Hijo de Dios, quien se identificó con nosotros al venir al mundo en la primera Navidad!3 Es que hay más personas de las que nos podemos imaginar que necesitan no sólo que las acompañemos en oración sino también en alma y cuerpo.
1 Clarice Lispector, «Mi Navidad», Revelación de un mundo, trad. Amalia Sato (Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2005), pp. 136‑37.
2 Wikipedia, s.v. «Clarice Lispector»
3 Jn 1:14; 3:16; 17:1,8,18,23
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