Por Cameron
Lawrence.
Brent George
aviva con madera la hoguera en su patio. Me hace señas para que me estacione
junto al césped donde muchos autos se han detenido antes. Durante los 34 años
que han estado casados, él y su esposa Laura han recibido con los brazos
abiertos a más de 40 personas que se quedaron a vivir con ellos, a largo y
corto plazo, a la vez que tuvieron y criaron once hijos suyos, por no hablar de
los visitantes que se presentan cada día para conversar, recibir algún consejo,
y comer.
La casa de
dos pisos, de tablones de madera blanca y postigos verdes, y con un aro de
baloncesto en la entrada al garaje, es bonita pero no extraordinaria —no es muy
grande ni muy adecuada para acoger a muchos huéspedes como podría esperarse.
Por dentro es humilde pero cómoda, y tiene las señales de una vida en familia
evidenciada por la estantería y los muebles. Todo ello transmite una inefable
calidez que irradia de la sensación de vida de hogar que da una amable
bienvenida.
Brent me
conduce a la sala de estar después de pasar por la cocina y unas escaleras,
donde Laura se une a nosotros mientras hablamos y esperamos que la cena termine
de prepararse. Ella atribuye a su suegra la inspiración que tuvieron desde el
comienzo en cuanto al estilo de vida que eligieron hace más de tres décadas.
Pero fue un libro sobre la fraternidad de L’Abri —la comunidad evangélica
fundada en Suiza por Francis y Edith Schaeffer en 1955—lo que les dio una
visión mayor. Los Schaeffer decidieron abrir su hogar a personas interesadas en
reunirse con otras para el estudio de la Palabra y conversar sobre la vida de
fe. Y los George siguieron el ejemplo, comenzando con un estudio bíblico para
jóvenes, e invitando después a un miembro de la iglesia a vivir con ellos.
Desde entonces, han dado camas, y a veces hasta habitaciones enteras, a
huéspedes de permanencia corta y larga.
Aunque por
lo general se cree que más hijos es igual a mayor dificultad en cuanto a
hospitalidad, los George no lo ven de esa manera. La decisión de dejar que Dios
determinara su número de hijos es el núcleo de su dedicación de ser anfitriones
de los demás. “Estuvimos tratando de espaciar los nacimientos de nuestros hijos
de la manera que pensábamos que era prudente, pero empecé a pensar que la
Biblia dice que los hijos son una bendición. No dice que son una bendición si
se puede vivir en una casa de cierto tamaño, o si se pueden enviar todos a la
universidad. No hay requerimientos”.
Fue entonces
cuando todo comenzó a cambiar, dando nueva profundidad y firmeza a su
convicción. “Cuanto más hospitalario me volvía para recibir a más hijos, más
hospitalario me volvía hacia otras personas, ya sea que llegaran de la matriz,
por la puerta de la calle, por la puerta de atrás, por la puerta lateral, o por
la ventana. Nunca hemos colgado un cartel de “vacante” frente a la casa. Dios
sabía que nuestros corazones estaban abiertos para ayudar a las personas, y Él
simplemente las traía a nuestra puerta”.
Pasamos a la
mesa cuando la comida está lista, y seguimos conversando mientras comemos. Dos
de los hijos de Brent y Laura se nos unen, y cada uno de ellos cuenta historias
sobre la vida de hospitalidad que ellos eligieron. “Eso nos ha sacado de
nuestra comodidad muchas veces”, dice Abby, de 22 años. “Pero es bueno no estar
cómodos, porque esto nos permite crecer, y nos enseña a hacer sacrificios de
maneras que uno probablemente no habría notado de no haber tenido a ciertas
personas en su vida. Aprender a tratar con todas las personalidades
—especialmente con las que casi parecen estar tanteando el terreno para ver si
las seguiremos amando y recibiendo— es difícil, pero eso nos enseña a ver a
través de los ojos de Cristo, en vez de los de la carne”.
Josiah, de
20 años, recuerda una época en que un adolescente que vivía en la calle, se
convirtió en su compañero de cuarto. Los George trajeron al muchacho a su casa
para que pasara la noche, y se quedó con ellos durante ocho meses. “Soy una
persona muy tranquila, y él no se estaba quieto ni un segundo. Tener que
acostumbrarme a esa energía y compartir mi habitación, me resultaba realmente
difícil. Pero eso definitivamente me hizo crecer y me enseñó paciencia”.
“El tener a
personas en nuestra casa ha enseñado a nuestros hijos que hay algo más
importante que ellos”, añade Brent. “Eso ha enriquecido nuestras vidas, y nos
ha enseñado a todos sobre Cristo y su reino”.
En los
primeros años del siglo 15, el pintor ruso Andrei Rublev creó su obra más
famosa —una representación simbólica de la Trinidad basada en la imagen del
Antiguo Testamento, de tres visitantes a la casa de Abraham. La historia, que
se encuentra en Génesis 18, ha ocupado un lugar fundamental en la tradición
bíblica en cuanto a hospitalidad.
Rublev no
fue el primero en pintar esta escena, pero su versión carece de dos detalles
importantes que sí incluyeron pintores anteriores: Abraham y Sara. Pero lo que
parece ser una omisión ofrece, en realidad, una vista en cuanto a una verdad
fundamental sobre la hospitalidad. Las tres figuras, pintadas como ángeles,
están reunidas en torno a los tres lados de la parte posterior de una mesa,
dejándonos con una sensación de invitación. Esto representa la generosa
hospitalidad de Dios para con nosotros —aunque estábamos distanciados de Él (Ro
5.8), Cristo murió para darnos la bienvenida a la vida eterna y al amor de la
Divinidad.
La Dra.
Christine Pohl, autora de Making Room (Hacer sitio para los demás), y profesora
de Ética en el Seminario Teológico de Asbury, ha escrito extensamente sobre la
práctica de la hospitalidad cristiana. Ella me dijo por teléfono que la capacidad
de mostrar hospitalidad a los demás solo es posible porque Dios la tuvo primero
con nosotros. “La hospitalidad, especialmente la capacidad de sostenerla a
través del tiempo, viene de un corazón agradecido por la extraordinaria y
costosa bienvenida que hemos recibido de Dios en Cristo”, dijo. “Si realmente
llegamos a entender esto, podemos responder, encarnando esa acogida que Él da”.
Desde el
comienzo, los cristianos han luchado con la interrogante de cómo ofrecer la
clase de acogida que señala Pohl. Ella dice que esa lucha es evidente en
algunos de los conflictos mencionados en el Nuevo Testamento entre los judíos
cristianos y los gentiles cristianos —por ejemplo, en cuanto a quiénes podían
comer con quiénes—, y en las tensiones sociales entre seguidores pobres y ricos
de Cristo. Pero la hospitalidad en la sociedad de hoy es diferente. Nuestra
cultura ha trivializado en gran medida la práctica, ya sea viendo su
cumplimiento en el agasajo a amigos y colegas de trabajo, o en la industria
hotelera. Por lo demás, las familias son ahora más pequeñas, y cada vez más
privadas.
“Muchos
vemos a nuestros hogares como retiros del mundo, en vez de una herramienta para
el reino de Dios, por lo que estamos recelosos de dar la bienvenida a las
personas, y del tiempo que pasarán con nosotros”, apunta Pohl. “Vivimos
preocupados por realizar nuestras actividades, por lo que las oportunidades de
ser hospitalarios las vemos como interrupciones. Si todo nuestro enfoque está
en que se hagan las cosas, el abrir nuestros hogares a los demás es siempre
inoportuno”.
Tal vez el
detalle más inoportuno, si no el más incómodo, de la tradición bíblica, es su
énfasis en acoger al extranjero. “Tenemos imágenes de Dios particularmente como
anfitrión en el Antiguo Testamento. Pero con Jesús, tenemos también a Dios
viniendo como huésped y extranjero, y también como anfitrión, al decir: “En
cuanto [disteis la bienvenida] a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí
lo hicisteis”, apunta Pohl. Los primeros cristianos tomaron estas palabras tan
en serio que era una práctica común tener una habitación especial en sus
hogares —que ellos llamaban “el cuarto de Cristo” o la “habitación del
profeta”— para que cuando fueran visitados por extraños, los creyentes no
perdieran la oportunidad de dar acogida a Jesús.
Pero el
peligro potencial de un huésped impredecible es un temor frecuente que puede
impedirnos ir más allá de acoger solo a las personas que conocemos mejor. Pohl
cree que, por lo general, el riesgo de que eso suceda es real, pero a menudo
exagerado. Lo que necesitamos es discernimiento. Ella dice que hay diferentes
niveles de “ser un extraño”, y contextos adecuados para manejar cada uno de
ellos. “Yo no recomiendo acoger a personas que usted sabe que representarían un
riesgo, a menos que tenga ayuda y apoyo. Hay umbrales entre la privacidad del
hogar y la vida pública que siguen siendo receptivos”. Los servicios de la
iglesia y las reuniones sociales en lugares públicos son apenas dos ejemplos de
tales sitios. La clave para mantenerse a salvo, dice ella, es formar equipos
para brindar hospitalidad.
Un pasaje en
el Evangelio de Lucas da una enseñanza importante en cuanto a nuestro enfoque
hacia el extraño, es decir, que no debemos acoger a los demás para beneficio
personal. El autor nos dice que en el día de reposo, Jesús cenó en la casa de
un líder fariseo. Al notar que quienes estaban sentados a la mesa eran
huéspedes distinguidos, el Señor retó al anfitrión a no invitar a amigos,
vecinos ricos, o familiares, que podían devolver el favor de una forma u otra:
“Mas cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los
ciegos; y serás bienaventurado; porque ellos no te pueden recompensar, pero te
será recompensado en la resurrección de los justos” (14.13, 14).
“Esto no
significa que no debe darse la bienvenida a amigos y familiares”, aclara Pohl.
“Es más bien, que somos llamados a dar a los extraños y a quienes se suele —por
lo general— dejar al margen, la clase de acogida que daríamos a parientes y
amigos. Es muy difícil mostrar hospitalidad a los extraños si no lo mostramos a
las personas que conocemos y amamos”.
Pohl
aconseja que los que nunca lo han hecho, comiencen haciendo preguntas, tales
como: ¿Quiénes son las personas de mi mundo que necesitan ser acogidas? ¿Es la
persona que vive en su misma calle, cuyos parientes vive en el otro lado del
país? ¿Son los amigos de mi hijo, un estudiante venido de otro país, o un
miembro de la iglesia que está discapacitado? Ella también recomienda encontrar
maneras de ampliar nuestras mesas, además de reconsiderar cómo conceptuamos a
nuestros hogares —para verlos, no como refugios privados, sino como
herramientas para el reino de Dios.
Cuando
terminamos de comer el postre, miro a través de la ventana y veo la hoguera que
arde bajo un cielo oscuro. Varios niños están afuera, sentados alrededor de las
llamas, y lo único visible de ellos a la luz del fuego son sus rostros. Pienso
en la comida que acabamos de comer, y me pregunto cuántas personas se habrán
sentado en estas sillas. ¿Cómo hacen los George para seguir recibiendo y dando
tan generosamente a tantas personas? “Dios ha provisto”, responde Brent. “Y ha
provisto enormemente”.
Laura
recuerda el día en que su hijo adolescente, Micah, ahora de 30 años, trajo a
unos amigos a casa a la hora de comer. Los George estaban experimentando
dificultades económicas, y alguien les había dado un jamón que era suficiente
solo para la familia. “Llevé a mi hijo aparte y le dije: ‘No tenemos suficiente
comida...’. Pero luego escuché al Señor decir: ‘Sí, hay suficiente jamón’”.
Obedientemente, ella les dijo a los muchachos que podían quedarse a comer con
ellos.
“Muchas
veces, Brent y yo hemos tenido que esperar hasta que coma la última persona,
para luego comer nosotros lo que quede. Veo como llenan sus platos, y pienso:
Bueno, el Señor está a cargo de esto”. Cuando ella iba a llenar su plato, se
sorprendía al ver que, de alguna manera, había quedado bastante comida. “Era
como los panes y los peces del evangelio. Hasta nos quedaban sobras esa noche.
Esa fue una gran lección que necesitaba aprender: Que no tenía necesidad de
preocuparme por la comida. Siempre hay suficiente”.
“Es
necesario ser vulnerables a la providencia y a la misericordia de Dios —a una
apertura a Él, y a lo que Él dé”, dice Brent.
Parte de esa
vulnerabilidad ha implicado el permitir que sus huéspedes vean la vida de la
familia tal como ella es, con sus imperfecciones y todo. “Yo realmente no tengo
la energía para fingir”, confiesa Laura. “Creo que dejar que la gente nos vea
tal como somos, es lo que la ha atraído a nuestra casa. Quieren ver a otras personas
que también tienen sus problemas. Y eso es lo que hace que la gente se sienta
muy bienvenida —de poder llegar y ser parte de la familia. Hoy día, cuando las
personas tienen familias desintegradas, es un bien precioso un tener un
lugar donde sentirse aceptado.”
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