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Cuando los esposos Pérez tuvieron su primer hijito, habían pasado meses de impaciencia en una optimista apuesta. Mientras Manuel aseguraba que sería varón, Laura insistía en que sería mujer. Por fin llegó el esperado día y nació un varoncito. Estaba sano y robusto, pero tenía en su carita una ligera desviación en la mandíbula inferior, un pronunciado estrabismo y una baba incesante, marcadas señales de retraso mental. Fue muy duro el golpe para los pobres esposos Pérez, pero Laura no se dio por vencida, sino que de ahí en adelante dedicó todo su tiempo al cuidado de su hijito. Pasaron los años y los Pérez llevaron una y otra vez a su hijo a lugares de diversiones para ver si reaccionaba. Pero todo fue en vano. Una tarde llegó la madre de Laura, y al ver con qué esmero y paciencia ésta atendía a su pobre hijo que ahora tenía quince años de edad, le dijo: —Laura, ¿cómo es posible que después de tanto tiempo de cuidarlo, aún conserves tu paciencia como si fuera un recién nacido? ¿Cómo puedes soportar tanto? Laura sonrió con tristeza y respondió tranquilamente: —Mira, mamá, si mi hijo alguna vez muestra una señal de que me quiere, por muy tenue que sea, yo me sentiré recompensada por todos los años que le he dedicado. Eso es exactamente lo que ocurre entre Dios y nosotros, a los que desea tratar como hijos. San Juan dice que Jesucristo, el Hijo de Dios, vino al mundo y se hizo hombre. Pero el mundo, que fue creado por medio de él, no lo reconoció. A pesar de que Dios mismo habitó entre su pueblo, los suyos no lo recibieron como tal. No obstante, a los que sí lo recibieron les dio el derecho de ser hijos de Dios.1 Lejos de rechazarnos por haber rechazado a su Hijo amado, el Padre celestial nos sigue ofreciendo, a quienes lo aceptemos, el ser adoptados como hijos suyos. Según San Pablo, el Espíritu de Dios nos adopta como hijos y nos permite tratar a Dios como nuestro Padre, y nos asegura que somos hijos de Dios. «Y si somos hijos —explica el apóstol—, somos herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, pues si ahora sufrimos con él, también tendremos parte con él en su gloria.»2 ¿Por qué será que Dios nos cuida tanto a pesar de que no reaccionamos? Siendo así, ¿por qué persiste en mostrarnos su amor una y otra vez? ¿De veras lo amamos? ¿Entonces por qué no le correspondemos como Él desea? Ya es hora de que le mostremos a Dios nuestro amor abriéndole la puerta de nuestro corazón para que entre y ocupe el trono de nuestra vida. | ||||
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jueves, 16 de octubre de 2014
UNA SEÑAL DE AMOR. EL AMOR DE DIOS.
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